Esta hoja de marfil y su bastón de arena
que sabe del vuelo legendario de puentes y
de remolinos, de los altos adioses que cometen
las plateadas golondrinas.

Por la ciudad que cruza el juego de sus lunas
de fiesta, saciada de esquinas y de puertas,
y el naipe del dolor persigue y se
despierta del sueño de sus torres.

El hombre que se hunde en el ojo de su espejo,
el hombre que se enfrenta con el cielo,
navega en la palabra sus hábitos de cuento
y de infinito.

y la pared que se levanta siempre
para recordarnos
nuestra lucha diaria con la muerte.

 


 

Aun es otoño,
por algunos días mas será otoño,
algunas canciones son inmensamente blancas,
no me hagas recordar las hojas que me hundieron
su óxido en el pecho.
Prefiero los restos milagrosos del sol
trepándome los brazos con pinceladas de oro.
El pequeño tiempo se estrella fugaz contra mis venas,
la ciudad está armada diariamente por sus preguntas verdes,
la noche va mordiendo los puentes y las fábricas
los hombres van armando su antiguo itinerario
con el amor cansado sobre el puerto de un ala,
por la vejez del barrio con su perfil de sueños,
de azules barriletes que les riegan los ojos

 


 

Esta pesada empresa de comenzar el día,
desde el dolor anónimo de los hombres que pasan
como si no pasaran, de los hombres que mueren
como
si no murieran. Esta guerra que al fin es tremenda
pero cotidiana, si a fuerza de insomnio y de locura
no cambiamos, no cambiamos. Nos hace
bien presentir esperanzas, pero ha llovido mucho
y llueve, y la lluvia es antigua y nos
pregunta: ¿qué estamos haciendo con la vida?
nos hace bien, sin embargo, que siga
preguntando.

 


 

Paradoja, contraste, coincidencia, repetición, absurda
y permanente de todo lo que ocurre mas acá de las
manos, mas allá de los ojos. La certeza y la
duda, la paz y la barbarie, los siglos que volaron
y los que nos esperan, la vida que se enlaza en la
tinta y nos retiene, la muerte que nos deja
de pie frente al océano. Los rostros que se
sueñan en todos los espejos, lo que esta siempre,
lo que no estuvo nunca, las voces que recuerdan
y las voces que olvidan,
la mirada que cae con su traje de lluvia,
las estrellas que juegan
su ajedrez milenario y que nos eterniza.

 


 

Ser fecha y clave y laberinto,
todo se desliza por sus ojos mágicos,
los nombres son efímeros,
los niños demasiado trasparentes
y el tiempo se repite
como una sucesión de nidos de agua.
Aquella infancia tuya y mía,
el ancho espacio para la última lágrima
y sorprende el verano
como un viejo testigo de las cosas,
sobre ese punto de lluvia y de campana,
de fruto y de desierto,
somos un episodio,
cierta historia,
un escalón de espejos,
donde nos inventamos.

 


 

Y uno siempre va tratando de sumarle caricias a la
herida, pero el cuento regresa a veces con su prosa
de hielo. Y entonces despertamos cuando no
debemos despertarnos.
Y la palabra que nos aturde es Dios, el signo
que nos pesa sobre la pupila huérfana es
infinitamente todo el cielo.
Pero luego ciertos lugares, ciertas voces nos
informan que se siguen trazando algunos puentes
como lazos de plata.
Algunas puertas como gargantas azules
liberan estrellas que se hunden
en el pecho. Miradas como alas de vidrio,
nos justifican las calles otoñales, regadas de
ventanas con madres que no saben morirse,
de cuadernos con sus mayos abiertos
al reloj recién amanecido de los hijos.