"Sigmun Freud: Obras completas -Lopez ballesteros-"
EL POETA Y LOS SUEÑOS DIURNOS
Los profanos sentimos desde siempre vivísima curiosidad por saber
de dónde el poeta, personalidad singularísima, extrae sus
temas en el sentido de la pregunta que aquel cardenal dirigió a
Ariosto y cómo logra conmovernos con ellos tan intensamente y despertar
en nosotros emociones de las que ni siquiera nos juzgábamos acaso
capaces. Tal curiosidad se exacerba aún ante el hecho de que el
poeta mismo, cuando le interrogamos, no sepa respondernos, o sólo
muy insatisfactoriamente, sin que tampoco le preocupe nuestra convicción
de que el máximo conocimiento de las condiciones de la elección
del tema poético y de la esencia del arte poético no habría
de contribuir en lo más mínimo a hacernos poetas. ¡Si
por lo menos pudiéramos descubrir en nosotros o en nuestros semejantes
una actividad afín en algún modo a la composición
poética! La investigación de dicha actividad nos permitiría
esperar una primera explicación de la actividad creadora del poeta.
Y, verdaderamente, existe tal posibilidad; los mismos poetas gustan de
aminorar la distancia entre su singularidad y la esencia generalmente
humana y nos aseguran de continuo que en cada hombre hay un poeta y que
sólo con el último hombre morirá el último
poeta.
¿No habremos de buscar ya en el niño las primeras huellas de la actividad poética? La ocupación favorita y más intensa del niño es el juego. Acaso sea lícito afirmar que todo niño que juega se conduce como un poeta, creándose un mundo propio, o, más exactamente, situando las cosas de su mundo en un orden nuevo, grato para él. Seria injusto en este caso pensar que no toma en serio ese mundo: por el contrario, toma muy en serio su juego y dedica en él grandes afectos. La antítesis del juego no es gravedad, sino la realidad. El niño distingue muy bien la realidad del mundo y su juego, a pesar de la carga de afecto con que lo satura, y gusta de apoyar los objetos y circunstancias que imagina en objetos tangibles y visibles del mundo real. Este apoyo es lo que aún diferencia el «jugar» infantil del «fantasear». Ahora bien: el poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo fantástico y lo toma muy en serio; esto es, se siente íntimamente ligado a él, aunque sin dejar de diferenciarlo resueltamente de la realidad. Pero de esta irrealidad del mundo poético nacen consecuencias muy importantes para la técnica artística, pues mucho de lo que, siendo real, no podría procurar placer ninguno puede procurarlo como juego de la fantasía, y muchas emociones penosas en sí mismas pueden convertirse en una fuente de placer para el auditorio del poeta.
La contraposición de la realidad al juego nos descubre todavía
otra circunstancia muy significativa. Cuando el niño se ha hecho
adulto y ha dejado de jugar; cuando se ha esforzado psíquicamente,
a través de decenios enteros, en aprehender, con toda la gravedad
exigida, las realidades de la vida, puede llegar un día a una disposición
anímica que suprima de nuevo la antítesis entre el juego
y la realidad. El adulto puede evocar con cuánta gravedad se entregaba
a sus juegos infantiles, y comparando ahora sus ocupaciones pretensamente
serias con aquellos juegos pueriles, rechazar el agobio demasiado intenso
de la vida y conquistar el intenso placer del humor. Así, pues,
el individuo en crecimiento cesa de jugar; renuncia aparentemente al placer
que extraía del juego. Pero quienes conocen la vida anímica
del hombre saben muy bien que nada le es tan difícil como la renuncia
a un placer que ha saboreado una vez. En realidad, no podemos renunciar
a nada, no hacemos más que cambiar unas cosas por otras; lo que
parece ser una renuncia es, en realidad, una sustitución o una
subrogación. Así también, cuando el hombre que deja
de ser niño cesa de jugar, no hace más que prescindir de
todo apoyo en objetos reales, y en lugar de jugar, fantasea. Hace castillos
en el aire; crea aquello que denominamos ensueños o sueños
diurnos. A mi juicio, la mayoría de los hombres crea en algunos
períodos de su vida fantasías de este orden. Ha sido éste
un hecho inadvertido durante mucho tiempo, por lo cual no se le ha reconocido
la importancia que realmente entraña.
El fantasear de los adultos es menos fácil de observar que el
jugar de los niños. Desde luego, el niño juega también
solo o forma con otros niños, al objeto del juego, un sistema psíquico
cerrado; aun cuando no ofrece sus juegos, como un espectáculo,
al adulto, tampoco se los oculta. En cambio, el adulto se avergüenza
de sus fantasías y las oculta a los demás; las considera
como cosa íntima y personalísima, y, en rigor, preferiría
confesar sus culpas a comunicar sus fantasías. De este modo es
posible que cada uno se tenga por el único que construye tales
fantasías y no sospecha en absoluto la difusión general
de creaciones análogas entre los demás hombres. Esta conducta
dispar del sujeto que juega y el que fantasea tiene su fundamento en la
diversidad de los motivos a que respectivamente obedecen tales actividades,
las cuales son, no obstante, continuación una de otra. El juego
de los niños es regido por sus deseos o, más rigurosamente,
por aquel deseo que tanto coadyuva a su educación: el deseo de
ser adulto. El niño juega siempre a «ser mayor»; imita
en el juego lo que de la vida de los mayores ha llegado a conocer. Pero
no tiene motivo alguno para ocultar tal deseo. No así, ciertamente,
el adulto; éste sabe que de él se espera ya que no juegue
ni fantasee, sino que obre en el mundo real; y, además, entre los
deseos que engendran sus fantasías hay algunos que le es preciso
ocultar; por eso se avergüenza de sus fantasías como de algo
pueril e ilícito.
Preguntaréis cómo es posible saber tanto de las fantasías
de los hombres, cuando ellos las ocultan con sigiloso misterio. Pues bien:
es que hay una clase de hombres a los que no precisamente un dios, pero
sí una severa diosa -la realidad-, les impone la tarea de comunicar
de qué sufren y en qué hallan alegría. Son éstos
los enfermos nerviosos, los cuales han de confesar también ineludiblemente
sus fantasías al médico, del que esperan la curación
por medio del tratamiento psíquico. De esta fuente procede nuestro
conocimiento, el cual nos ha llevado luego a la hipótesis, sólidamente
fundada, de que nuestros enfermos no nos comunican cosa distinta de lo
que pudiéramos descubrir en los sanos. Veamos ahora algunos de
los caracteres del fantasear. Puede afirmarse que el hombre feliz jamás
fantasea, y sí tan sólo el insatisfecho. Los instintos insatisfechos
son las fuerzas impulsoras de las fantasías, y cada fantasía
es una satisfacción de deseos, una rectificación de la realidad
insatisfactoria. Los deseos impulsores son distintos, según el
sexo, el carácter y las circunstancias de la personalidad que fantasea;
pero no es difícil agruparlas en dos direcciones principales. Son
deseos ambiciosos, tendentes a la elevación de la personalidad,
o bien deseos eróticos. En la mujer joven dominan casi exclusivamente
los deseos eróticos, pues su ambición es consumida casi
siempre por la aspiración al amor; en el hombre joven actúan
intensamente, al lado de los deseos eróticos, los deseos egoístas
y ambiciosos. Pero no queremos acentuar la contraposición de las
dos direcciones, sino más bien su frecuente coincidencia; lo mismo
que en muchos cuadros de altar aparece visible en un ángulo el
retrato del donante, en la mayor parte de las fantasías ambiciosas
nos es dado descubrir en algún rincón la dama, por la cual
el sujeto que fantasea lleva a cabo todas aquellas heroicidades, y a cuyos
pies rinde todos sus éxitos. Como veréis, hay aquí
motivos suficientemente poderosos de ocultación; a la mujer bien
educada no se le reconoce, en general, más que un mínimo
de necesidad erótica, y el hombre joven debe aprender a reprimir
el exceso de egoísmo que una infancia mimada le ha infundido para
lograr su inclusión en la sociedad, tan rica en individuos igualmente
exigentes.
Los productos de esta actividad fantaseadora, los diversos ensueños o sueños diurnos, no son, en modo alguno, rígidos e inmutables. Muy al contrario, se adaptan a las impresiones cambiantes de la vida, se transforman con las circunstancias de la existencia del sujeto, y reciben de cada nueva impresión eficiente lo que pudiéramos llamar el «sello del momento». La relación de la fantasía con el tiempo es, en general, muy importante. Puede decirse que una fantasía flota entre tres tiempos: los tres factores temporales de nuestra actividad representativa. La labor anímica se enlaza a una impresión actual, a una ocasión del presente, suceptible de despertar uno de los grandes deseos del sujeto; aprehende regresivamente desde este punto el recuerdo de un suceso pretérito, casi siempre infantil, en el cual quedó satisfecho tal deseo, y crea entonces una situación referida al futuro y que presenta como satisfacción de dicho deseo el sueño diurno o fantasía, el cual lleva entonces en sí las huellas de su procedencia de la ocasión y del recuerdo. Así, pues, el pretérito, el presente y el futuro aparecen como engarzados en el hilo del deseo, que pasa a través de ellos.
Un ejemplo cualquier, el más corriente, bastará para ilustrar esta tesis. Suponed el caso de un pobre huérfano al que habéis dado las señas de un patrono que puede proporcionarle trabajo. De camino hacia casa del mismo, vuestro recomendado tejerá quizá un ensueño correspondiente a su situación. El contenido de tal fantasía será acaso el de que obtiene la colocación deseada, complace en ella a sus jefes, se halla indispensable, es recibido por la familia del patrono, se casa con su bella hija y pasa a ser consocio de su suegro, y luego, su sucesor en el negocio. Y con todo esto, el soñador se ha creado una sustitución de lo que antes poseyó en su dichosa infancia; un hogar protector, padres amantes y los primeros objetos de su inclinación cariñosa. Este sencillo ejemplo muestra ya cómo el deseo utiliza una ocasión del presente para proyectar, conforme al modelo pasado, una imagen del porvenir. Habría aún mucho que decir sobre las fantasías; pero queremos limitarnos a las indicaciones más indispensables. La multiplicación y la exacerbación de las fantasía crean las condiciones de la caída del sujeto en la neurosis o en la psicosis. Y las fantasías son también los estadios psíquicos preliminares de los síntomas patológicos de que nuestros enfermos se quejan. En este punto se abre un amplio camino lateral, que conduce a la Patología, y en el que por el momento no entraremos.
No podemos, en cambio, dejar de mencionar la relación de las
fantasías con los sueños. Tampoco nuestros sueños
nocturnos son cosa distinta de tales fantasías, como lo demuestra
evidentemente la interpretación onírica. El lenguaje, con
su sabiduría insuperable, ha resuelto hace ya mucho tiempo la cuestión
de la esencia de los sueños, dando también este mismo nombre
a las creaciones de los que fantasean. El hecho de que, a pesar de esta
indicación, nos sea casi siempre oscuro el sentido de nuestros
sueños obedece a la circunstancia de que también nocturnamente
se movilizan en nosotros deseos que nos avergüenzan y que hemos de
ocultarnos a nosotros mismos, habiendo sido por ello reprimidos y desplazados
a lo inconsciente. A estos deseos reprimidos, así como a sus ramificaciones,
sólo puede serles permitida una expresión muy deformada.
Una vez que la investigación científica logró encontrar
la explicación de la deformación de los sueños no
se hizo ya difícil descubrir que los sueños nocturnos son
satisfacciones de deseos, al igual de los sueños diurnos, las fantasías,
que tan bien conocemos todos.
Pasemos ahora de las fantasías al poeta. ¿Deberemos realmente
arriesgar la tentativa de comparar al poeta con el hombre «que sueña
despierto», y comparar sus creaciones con los sueños diurnos?
Se nos impone, ante todo, una primera diferenciación: hemos de
distinguir entre aquellos poetas que utilizan temas ya dados, como los
poetas trágicos y épicos de la antigüedad, y aquellos
otros que parecen crearlos libremente. Nos atendremos a estos últimos
y elegiremos para nuestra comparación no precisamente los poetas
que más estima la crítica, sino otros más modestos:
los escritores de novelas, cuentos e historias, los cuales encuentran,
en cambio, más numerosos y entusiastas lectores. En las creaciones
de estos escritores hallamos, ante todo, un rasgo singular: tienen un
protagonista que constituye el foco del interés, para el cual intenta
por todos los medios el poeta conquistar nuestras simpatías, y
al que parece proteger con especial providencia. Cuando al final de un
capítulo novelesco dejamos al héroe desvanecido y sangrando
por graves heridas, podemos estar seguros de que al principio del capítulo
siguiente lo encontraremos solícitamente atendido y en vías
de restablecimiento; y si el primer tomo acaba con el naufragio del buque
en el que nuestro héroe navegaba, es indudable que al principio
del segundo tomo leeremos la historia de su milagroso salvamento, sin
el cual la novela no podría continuar. El sentimiento de seguridad,
con el que acompañamos al protagonista a través de sus peligrosos
destinos, es el mismo con el que un héroe verdadero se arroja al
agua para salvar a alguien que está en trance de ahogarse, o se
expone al fuego enemigo para asaltar una batería; es aquel heroísmo
al cual ha dado acabada expresión uno de nuestros mejores poetas
(Anzengruber): «No puede pasarme nada.» Pero, a mi juicio,
en este signo delator de la invulnerabilidad se nos revela sin esfuerzo
su majestad el yo, el héroe de todos los ensueños y de todas
las novelas.
Otros rasgos típicos de estas narraciones egocéntricas indican
la misma afinidad. El hecho de que todas las mujeres de la novela se enamoren
del protagonistano puede apenas interpretarse como una posible realidad,
pero sí desde luego comprenderse como elemento necesario del ensueño.
Y lo mismo cuando las demás personas de la novela se dividen exactamente
en dos grupos: «los buenos» y «los malos», con
evidente renuncia a la variedad de los caracteres humanos, observable
en la realidad. Los «buenos» son siempre los amigos, y los
«malos», los enemigos y competidores del yo, convertido en
protagonista. Ahora bien: no negamos en modo alguno que muchas producciones
poéticas se mantienen muy alejadas del modelo del ingenuo sueño
diurno, pero no podemos acallar la sospecha de que también las
desviaciones más extremas podrían ser relacionadas con tal
modelo a través de una serie de transiciones sin solución
alguna de continuidad. Todavía en muchas de las llamadas novelas
psicológicas me ha extrañado advertir que sólo una
persona, el protagonista nuevamente, es descrita por dentro; el poeta
está en su alma y contempla por fuera a los demás personajes.
Acaso la novela psicológica debe, en general, su peculiaridad a
la tendencia del poeta moderno a disociar su yo por medio de la autoobservación
en yoes parciales, y personificar en consecuencia en varios héroes
las corrientes contradictorias de su vida anímica. Especialmente
contrapuestas al tipo del sueño diurno parecen ser aquellas novelas
que pudiéramos calificar de «excéntricas», en
las cuales la persona introducida como protagonista desempeña el
mínimo papel activo, y deja desfilar ante ella como un mero espectador
los hechos y los sufrimientos de los demás. De este género
son varias de las últimas novelas de Zola. Pero hemos de advertir
que el análisis psicológico de numerosos sujetos no escritores
desviados en algunos puntos de lo considerado como normal nos ha dado
a conocer variantes análogas de los sueños diurnos, en las
cuales el yo se contenta con el papel de espectador.
Si nuestra comparación del poeta con el ensoñador y de la
creación poética con el sueño diurno ha de entrañar
un valor, tendrá, ante todo, que demostrarse fructífera
en algún modo. Intentaremos aplicar a las obras del poeta nuestra
tesis anterior de la relación de la fantasía con el pretérito,
el presente y el futuro y con el deseo que fluye a través de los
mismos, y estudiar con su ayuda las relaciones dadas entre la vida del
poeta y sus creaciones. En la investigación de este problema se
ha tenido, por lo general, una idea demasiado simple de tales relaciones.
Según los conocimientos adquiridos en el estudio de las fantasías,
debemos presuponer las circunstancias siguientes: un poderoso suceso actual
despierta en el poeta el recuerdo de un suceso anterior, perteneciente
casi siempre a su infancia, y de éste parte entonces el deseo,
que se crea satisfacción en la obra poética, la cual del
mismo modo deja ver elementos de la ocasión reciente y del antiguo
recuerdo. La complicación de esta fórmula no debe arredrarnos.
Por mi parte, sospecho que demostrará no ser sino un esquema harto
insuficiente; pero de todos modos puede entrañar una primera aproximación
al proceso real, y después de varios experimentos por mí
realizados, opino que esa consideración de las producciones poéticas
no puede ser infructuosa. No debe olvidarse que la acentuación,
quizá desconcertante, de los recuerdos infantiles en la obra del
poeta se deriva en último término de la hipótesis
de que la poesía, como el sueño diurno, es la continuación
y el sustitutivo de los juegos infantiles.
Examinemos ahora aquel género de obras poéticas en las que
no vemos creaciones libres, sino elaboraciones de temas ya dados y conocidos.
También en ellas goza el poeta de cierta independencia, que puede
manifestarse en la elección del tema y en la modificación
del mismo, a veces muy amplia. Ahora bien: todos los temas dados proceden
del acervo popular, constituido por los mitos, las leyendas y las fábulas.
La investigación de estos productos de la psicología de
los pueblos no es, desde luego, imposible; es muy probable que los mitos,
por ejemplo, correspondan a residuos deformados de fantasías optativas
de naciones enteras a los sueños seculares de la Humanidad joven.
Se me dirá que he tratado mucho más de las fantasías
que del poeta, no obstante haber adscrito al mismo el primer lugar en
el título de mi trabajo. Lo sé, y voy a tratar de disculparlo
con una indicación del estado actual de nuestros conocimientos.
No podía ofrecer en este sentido más que ciertos estímulos
y sugerencias que la investigación de las fantasías ha hecho
surgir en cuanto al problema de la elección del tema poético.
El otro problema, el de los medios con los que el poeta consigue los efectos
emotivos que sus creaciones despiertan, no lo hemos tocado aún.
Indicaremos, por lo menos, cuál es el camino que conduce desde
nuestros estudios sobre las fantasías a los problemas de los efectos
poéticos. Dijimos antes que el soñador oculta cuidadosamente
a los demás sus fantasías porque tiene motivos para avergonzarse
de ellas. Añadiremos ahora que aunque nos las comunicase no nos
produciría con tal revelación placer ninguno. Tales fantasías,
cuando llegan a nuestro conocimiento, nos parecen repelentes, al menos
nos dejan completamente fríos. En cambio, cuando el poeta nos hace
presenciar sus juegos o nos cuenta aquello que nos inclinamos a explicar
como sus personales sueños diurnos, sentimos un elevado placer,
que afluye seguramente de numerosas fuentes. Cómo lo consigue el
poeta es su más íntimo secreto; en la técnica de
la superación de aquella repugnancia, relacionada indudablemente
con las barreras que se alzan entre cada yo y las demás, está
la verdadera ars poetica. Dos órdenes de medios de esta técnica
se nos revelan fácilmente. El poeta mitiga el carácter egoísta
del sueño diurno por medio de modificaciones y ocultaciones y nos
soborna con el placer puramente formal, o sea estético, que nos
ofrece la exposición de sus fantasías. A tal placer, que
nos es ofrecido para facilitar con él la génesis de un placer
mayor, procedente de fuentes psíquicas más hondas, lo designamos
con los nombres de prima de atracción o placer preliminar. A mi
juicio, todo el placer estético que el poeta nos procura entraña
este carácter del placer preliminar, y el verdadero goce de la
obra poética procede de la descarga de tensiones dadas en nuestra
alma. Quizá contribuye no poco a este resultado positivo el hecho
de que el poeta nos pone en situación de gozar en adelante, sin
avergonzarnos ni hacernos reproche alguno, de nuestras propias fantasías.
Nos hallaríamos aquí en trance de nuevas investigaciones,
tan interesantes como complicadas.