Brod, “editor”
El fervor y la pasión indudables que Max Brod puso para difundir la obra publicada, y sobre todo, inédita de Kafka, no lo libraron de cometer una serie de errores, torpezas y hasta dislates incomprensibles y descomunales. En realidad, la causa de esto puede deberse a dos factores. En principio, gran parte de los manuscritos con que él trabajó le fueron confiados por Dora Diamant, la última compañera de Kafka, en atados de cuartillas desordenadas y no siempre numeradas y tituladas, lo que desde ya habría constituido todo un desafío para cualquier filólogo o editor competente, lo que por cierto no era Brod. En segundo lugar, si a ese rompecabezas se añade el rígido criterio del amigo albacea, que siempre vio, o quiso ver, en Kafka a un iluminado que hablaba sentenciosa y alegóricamente, de los grandes y trascendentales temas (vida, destino, culpa, pecado, muerte), dejando a un lado a ese otro Kafka más humano, humorístico, (homo)erótico y hasta salaz que en verdad era, se comprende que expurgara o “enmendara” un sinnúmero de pasajes para hacerlo calzar con su propia visión austera, grave, puritana, además de sionista.
Es evidente que Kafka no corrigió sus textos (los póstumos, claro), ya que ni tenía tiempo para ello ni le satisfacía en lo absoluto lo que había escrito, por lo que quiso olvidarse o deshacerse de ellos. Si no lo hizo, no fue, como algunos malician, porque en el fondo esperaba que su amigo no cumpliera con sus deseos, sino simplemente porque aquellos textos ya no obraban en su poder. Se entiende, entonces, por qué razón fue inmoral el accionar de Brod: no tanto por dar a luz textos condenados a la hoguera por su autor, sino por haberlos manipulado de tal modo que al final nos terminó vendiendo un Kafka falso, “reformado”, por momentos maníaco-depresivo, por otros melindroso y afectado; en otras palabras, Brod nos vendió a Brod mismo disfrazado de Kafka.
Prueba de ello son pasajes enteros que Brod no incluyó en la primera edición de El proceso -como los del torero (que aquí se reproduce)-, si bien en posteriores ediciones de esa obra los restituyó, no queda muy claro por qué razones, aunque relegándolos a sendos apéndices. Es indudable que la lectura de esa novela trunca, y de la obra de Kafka en general, hecha ya por varias generaciones de lectores, habría sido muy distinta de haberse incluido en su cuerpo ese y otros pasajes de claro corte homoerótico, hasta entonces insospechados en el autor. También hay otros en que, por ejemplo, Brod atenúa el carácter agnóstico o vulgar de algunos párrafos, como cuando -cito de memoria- en esa misma novela se habla del “improbable Dios” o “la perra de Leni”, y Brod más bien pone “el dios escondido” y “la malvada Leni”. Para no mencionar arbitrarios cambios en los párrafos (que no pocas veces fusionaba, suprimía o extrapolaba), en la puntuación, en el fraseo, en la reiteración (Kafka podía repetir una palabra o nombre hasta tres veces en la misma línea), que no solo atenta contra la poética kafkiana, sino también contra la lengua particular de Kafka, quien se expresaba en un alemán correcto, pero también limitado y propio del idiolecto que por entonces se hablaba en Praga, plagado de giros formales, cierta rigidez sintáctica y poca variedad morfológica. De algún modo, lo mismo sucedía con el alemán de Canetti o de Rilke, quien casi hasta el final de sus días estudiaba el diccionario en busca de una mayor riqueza lexical y semántica, que era a lo que él aspiraba.
Como se comprenderá, si para el lector en lengua alemana toda esa labor ímproba realizada, supongo que de buena fe, por Brod, significa haber leído a un Kafka distorsionado, mucho más distante de él estará el lector en todas y cada una de lenguas a las que su obra ha sido vertida. En el caso particular del español, las traducciones que se han hecho de sus textos, aparte de haber seguido las ediciones de Brod con todos sus vicios y desviaciones, han sido por lo general ampulosas, explicativas y retóricas, todo lo contrario al estilo llano, directo, desnudo y hasta por momentos simplón del que a todas luces Kafka siempre hizo gala. Este es el Kafka “mejorado” (verbessert, solían decir los antiguos traductores alemanes) que hemos venido leyendo hasta hace muy poco. Esto ha empezado a cambiar en principio en alemán con la reedición de sus obras completas a partir de los manuscritos originales (es decir, sin las alteraciones perpetradas por Brod), que la Editorial Fischer y la Editorial Stroemfeld vienen publicando, y, consecuentemente, con su traducción a otros idiomas que por fuerza tienen que basarse en tales ediciones.
En el lo que toca a nuestra lengua, Galaxia Gutemberg y Valdemar de España han invertido mucho esfuerzo y dinero en retraducir la obra íntegra de Kafka, mientras, más modestamente, en el Perú me ha tocado realizar esa misma tarea, aunque en menor escala, pues lo mío se trata de una antología bilingüe editada por la Universidad Católica de Lima (Franz Kafka. La metamorfosis y otros relatos. Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2004, 634 pp.). A diferencia de las mencionadas ediciones españolas que, hasta donde me alcanza, se basan solo en la de Fischer, yo he recurrido también a la de Stroemfeld que, por ejemplo, ha publicado el manuscrito de El proceso con su respectiva transcripción, así como algunos otros textos póstumos. Sin embargo, me las he arreglado para conseguir el manuscrito escaneado de “En la catedral” (donde figura la celebérrima parábola del guardián y del campesino ante las puertas de la Ley), uno de los pocos que se encuentran en Internet, a fin de trabajar con él con linterna y lupa.
Pero pese a los denodados esfuerzos por restituir al verdadero Kafka a través de todas estas últimas ediciones que se vanaglorian de llamarse “definitivas”, se me antoja que nunca tendremos la certeza de que esto sea en verdad así. En ese sentido, creo que Kafka, donde quiera que se encuentre, se habrá salido finalmente con la suya, pues frente a la traición de su amigo Brod, de sus múltiples editores y de sus malos y buenos traductores e incluso lectores, él ha sabido arreglárselas para mantener su secreto al sembrar post-mortem caos y confusión. Lo que queda es esa risa burlona y destemplada suya que nos anuncia que está doblando por todos nosotros y que, a la postre, él es el vencedor.
(RSB)
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Sobre el texto suprimido
Recorrió rápidamente a largas zancadas el edificio del tribunal. Conocía a la perfección todas sus oficinas. Pasillos perdidos que no había recorrido nunca le resultaban conocidos, como si los hubiese visto otras veces. Los detalles quedaban impresos en su cerebro con torturante claridad. Vio un extranjero, esperando en una antesala, con traje de torero, la cintura entallada, con una chaquetilla corta, rígidamente ceñida y hecha de encaje amarillo. El hombre dejaba absorto a K. con su pasear incesante y crispado. K. se movía a su alrededor, y con los ojos muy abiertos lo contemplaba, atónito. Conocía perfectamente todos los flecos, los movimientos de su chaquetilla, y no se cansaba de mirarlos. O mejor dicho, mucho le cansaba mirarlo, o no habría querido no mirarlo nunca (sic), pero le era imposible dejar de hacerlo. "Qué payasadas hace este extranjero", se decía a sí mismo, y seguía mirándolo asombrado. Siguió mirando a aquel hombre hasta que dio una vuelta en el sillón, quedado con la cara pegada al respaldo. (Lo que sigue a continuación fue suprimido).
Permaneció durante un buen rato echado boca arriba, descansando profundamente. Siguió con sus elucubraciones, con la habitación a oscuras y sin nada que le turbase. Le gustaba pensar en Titorelli. El pintor estaba sentado y K. se arrodillaba ante él. Pasaba sus manos por los brazos y le acariciaba de todas formas. Titorelli no ignoraba lo que K. pretendía, pero fingía ignorarlo, torturándolo así. Aunque también K. estaba seguro de conseguir lo que se proponía, ya que el pintor era hombre de poca voluntad, no difícil de seducir, sin sentido de cuál era su deber, era incomprensible que el tribunal lo considerase hombre de confianza. K. comprendió que por esa parte podía obtenerse algo. No se desconcertó por la risa desvergonzada que profería con la cabeza erguida. Persistió en su súplica y subió las manos hasta llegar a las mejillas del pintor, acariciándolas. No ponía mucho énfasis. Era casi indiferente. Alargaba el asunto por mero placer. Confiaba en obtener el éxito. ¡Qué fácil resultaría engañar al tribunal! Como ateniéndose a una ley natural, el pintor fue inclinándose hacia él, cerrando despacio, con suavidad, los ojos, dando a entender que aceptaba el ruego, y apretó con fuerza la mano de K. Este se incorporó percibiendo la solemnidad de la situación, pero Titorelli procedió llanamente y abrazó a K., haciéndose acompañar por él. Llegaron al tribunal, y corrían de un lado al otro y de abajo arriba, sin que les causase ningún esfuerzo, como una barca que se desliza por el agua. K. contemplaba sus pies y consideraba que esos hermosos movimientos ya no pertenecían a su existencia anterior. Ahora, encima de su cabeza hundida, se produjo la transformación. La luz que había estado entrando desde atrás varió y brotó a raudales repentinamente desde adelante. K. elevó los ojos. Titorelli le hizo señas con la cabeza, K. se encontraba otra vez en el pasillo de la casa del tribunal. Todo estaba en calma y era más sencillo. No tropezaba con detalles extraños. K. lo abarcó todo de un vistazo, abandonó a Titorelli y siguió por su camino. Iba vestido con un traje nuevo, largo, de color oscuro, que le proporcionaba una agradable sensación de calor, aunque era pesado. Tenía conocimiento de lo que había pasado y se sentía tan feliz que temía reconocerlo en seguida. En un recodo del pasillo había grandes ventanales. Encontró amontonadas sus ropas anteriores: la levita negra, los pantalones de gruesas rayas y, encima de todo, la camisa con las mangas, estremeciéndose.